lunes, 29 de diciembre de 2008

A MEDIANOCHE CAMBIA EL JUEGO



Soy un loro. Un loro de lengua atrincherada que siempre repite lo que dicen los demás. ¡Qué puñetera manía con repetir, como una especie de martilleo cansino sobre lo que ya sabe todo el mundo! Loro, lorito. ¡¡Chitón!! Sigo siendo un loro, algo menos grueso de masa corporal pero espeso en lo referente a la masa cerebral. Ya sabéis, queridos y sufridos amigos, que los loros tenemos un encéfalo más bien diminuto, en comparación, por supuesto, con los dinosaurios. He estado callado muchos meses – bueno, ejem..., más bien algunos días- no porque estuviera prisionero, que lo estaba (esclavo de mis rutinas), sino a causa de no tener nada que decir, nada que ofrecer, ni nada que dar. Valga la redundancia. Pero la luna llena, pulposa, sexualmente apetecible, de ayer; no era de este mundo. Era de las dimensiones de la embriaguez, del abrazo y el jadeo solitario y esporádico. La luna de ayer era como el espejo de nuestras propios delirios y anhelos que solo se encuentran con nosotros mismos en el momento más insospechado. Cuando no estamos en celo, cuando no tenemos ni un céntimo y cuando nuestro rubor poético se ha desvanecido en los últimos estertores de la pubertad.





Volé por las dehesas de Alcollarín y mis ojos no encontraron a nadie con quien hablar, sería porque una gran mayoría hablaba de lo mismo cri-cri-cri-cri, maldita costumbre esta que tenemos los humanos de hacer monotemas, monorrítmicos y de hacer leña de los árboles que se caen, aun cuando todavía no ha llegado la primavera! Volé por encima de las millones de casas blancas como carcajadas de niños y, sin quererlo, sin saberlo, huí a otras dimensiones más oscuras y tranquilas. Allá donde los cendales del atardecer se confunden con las mañanas y los cencerros de las bestias con las diatribas de los humanos. Me marché y me calmé llenándome de todos aquellos sonidos y sabores de la campiña extremeña, de ese espacio natural que algunas quieren inundar con las aguas de sus euros ahorrados en la fábrica del ladrillo y la especulación, en vez de dejar a las personas sabias gobernar sus propios recursos y sus propias necesidades. Me marché al lugar donde la venganza y la humillación solo corresponde al débil. Donde no existen patíbulos ni orquestas sinfónicas esperando al reo. Me marché a mi encina. A aquel dominio de madera de cuyas grietas penden todavía lágrimas de hiedra y olvido. A aquel dominio donde hay una ley que dicta las sentencias y todo el mundo las acata, las respeta y no las violenta... Soy un loro, un loro libre, a pesar de la cárcel que llevo sobre mis alas. Un loro viejo en un cuerpo alterado. Un loro lleno de plumas, como ideas que llenan todos los poros de mi cuerpecillo verde. Ideas, ideales. Los únicos que nadie me podrá robar jamás. Ni siquiera cuando muera, porque entonces los ladrones más alevosos se encontrarán unos sesos derretidos y devorados por los gusanos. Ellos serán los últimos cancerberos que se adueñarán de lo que me pertenece desde siempre, desde el principio. De mi herencia más verdadera. Perdonad si os digo que, también, soy un loro despistado con esto de los malditos cambios de hora. Ese es otro tema que jamás he podido entender. Esa manía cierta y puntual de ciertos industriestudiosos (¡Vaya palabrita que me he marcado!) de quitarnos la almohada, o lo que sea menester para el descanso, una hora en la noche cada año. Si los humanos fueran como somos los pájaros no existiría tal discusión y unos y otros retozaríamos como lo hemos hechos siempre. Pero, en fin, esto es como la famosa partida de tute que se desarrolló, si no recuerdo mal, allá en los años de la posguerra, en el taberna de tío Emilio Gálvez. Tío Patajo había llegado de Zorita aquella tarde de otoño, con su burro, sus alforjas repletas raros paquetes envueltos en papel de periódico, unos cuantos reales y muchas ganas de beber vino y jugar a las cartas. La partida empezó a las siete de la tarde. Los cuarterones de vino se fueron sucediendo, uno tras otro; y las partidas y las miradas y los guiños.

fotofrafía: Paco Abril

Dedicada al gran Buho real del
que aprendí los nombres de las flores


También fueron cambiando a lo largo de una partida que se alargó toda la noche y toda la madrugada, sus rivales y sus musas. Habían dado ya las seis de la mañana en el reloj de la iglesia, y el remolino nervioso del amanecer hacía ya acto de presencia. Un perro ladraba en la lejanía, como siempre que sale el sol. Y también el cielo se tiñe del color del vino que no debiste beber. Tío Patajo había perdido ya todo su dinero, el contenido misterioso de sus alforjas, su chambra, su burra y si mi apuráis hasta su casa y su mujer. Además estaba borracho como una cuba. Visto el desenlace, algunos jugadores empezaron ya a compadecerse de él y a recomendarle sabios consejos, el más sabio de todos, el de la retirada. Pero tío Patajo, en ejercicio de obstinación y de abnegada ilusión por el juego no daba su brazo a torcer:
- Déjalo ya Patajo, que es muy tarde....Digo muy temprano. Que vas a perder hasta la mujer chacho!
- No lo dejo.
- Pero, Patajo, que lo has perdido todo, hombre. No ves que ya ha salido el sol. Que viene la viajera en un momento....
- ¡Paciencia y a barajar!
- Cago en la leche, con el tío este. Vamos a ver como te lo explicamos. - Déjame a mi – dijo otro de los rivales - No, no, déjame a mi, que le explico la “tajá” que lleva encima. A ver, Patajo, no te das cuenta que..., bueno, claro, como te vas a dar cuenta con la que llevas encima, si...- Entonces tío Patajo, recogió las cartas, las golpeó contra la mesa con ira y se las entregó a uno de sus contrincantes. Apenas pudieron entenderse, entre la embriaguez del personaje, varias palabras. Pero las mismas resonaron a modo de eco en todos los rincones de la taberna y estremecieron al más pintado:
- Paciencia y a barajar. Chitón y a jugar, porque ¡A medianoche cambia el juego! Pero el sol alto, alumbrando los barbechos, ya se había adueñado de la paz de Alcollarín. De sus cosas, de sus fiestas, de sus chanzas, de sus canciones y, también, de sus disputas.

viernes, 19 de diciembre de 2008

VIAJE AL FONDO DE UN PUEBLO

EPISODIO SEGUNDO




Un buen silencio y la luz renegada que penetra entre los poros de las casas, de los todavía erguidos adobes... Fue tarde de reencuentros. De saludos y de increíbles conversaciones con distintos amigos que habitan este lugar. Primero tuvimos una extensa e ilusionada charla salpicada de incógnitas, de descubrimientos mutuos, de aclaraciones y, también,de medidas pausas; con Loli Prados, Mari Mar (cuyo nuevo seudónimo no he acertado todavía a descifrar) y Julián hijo. Las calles semidesiertas del pueblo parecían también fisgonear en aquella inolvidable conversación que duró casi dos horas y donde se añadieron, luego, Juansa, Demetria, Julián padre y Aurelia que se sorprendió al ver allí sentados a aquellos dos especímenes recién llegados de su periplo turístico. Al cabo de este tiempo ya era noche cerrada y procedimos a la despedida deseando a la Corporación y al grupo Farándula mucha suerte en su andadura y en sus maravillosos proyectos.



Julián nos acompañó a la puerta y nos mostró las luces que estaban a punto de dar vida a la Navidad de Alcollarín por primera vez en su historia. Estaba orgulloso y nos transmitió esa ilusión y esa sinergia contagiosa que está cambiando todas las cosas de un pueblo casi por arte de magia (más bien por arte del enorme esfuerzo que realizan estas personas). Antes de seguir nuestro camino, apareció Pedro (El del tractor) y nos dios un sincero apretón de manos y no preguntó nada y, asimismo, siguió su camino. Tenía prisa y se perdió doblando la esquina de la plaza. El mochuelo y yo, como guiados por un extraño impulso, nos presentamos en el palacio no sin antes echarle un vistazo al luminario que han colocado en el campanario de la iglesia y que, como ya comenté, es como si le hubieran puesto a la torre un coqueto vestido de fiesta. Penetramos en el patio del Palacio. Estuvimos a punto de tropezar (Hay mucha maleza) y nuestra mirada se clavó rápidamente en la fachada del edificio, en las sombras que proyectaban las luces de nuestros móviles y que aparecían y desaparecían por doquier. Como si bailaran una extraña danza donde el protagonista fue perfilándose hasta situarse en lo que fue la balaustrada. O eso creímos nosotros y nuestro subconsciente porque, en ese momento, dos tíos hechos y derechos salieron de allí en estampida: ¡Piernas para que os quiero! Y no quisimos ya girar más nuestras cabezas hacia aquella dirección. Cerramos el portalón metálico que cancela el solar, nos miramos, callados, respiramos y, luego, nos dirigimos hacia el parque recién estrenado que se insinuaba junto a sus árboles recién nacidos como si desearan también abrazarnos. Había paz en aquel lugar y decidimos quedarnos en él para charlar sobre los sucesos tan sencillos pero, a la vez, extraordinarios que habíamos vivido en tan poco tiempo. Después, como si estuviéramos inmersos en un rito, fuimos al hogar del pensionista ya que el de Vero nos dio la impresión de estar cerrado. Allí tomamos unos refrigerios, los que hicieron falta, sin reparar en nada porque, total, después del hartón del mediodía ya daba igual ocho que ochenta. Hablamos un rato con Federico, con el chaparrino y el hijo pródigo que nos comentaron que han dejado de escribir pero que leen con sumo interés todo lo que pasa en nuestro foro. Opinaron sobre el pantano y, como en botica, hubo gustos para todos. A favor y en contra. Pasamos un estupendo rato con Ellos. A la salida también coincidimos con otros paisanos donde también se encontraba Juan Sánchez al que le dimos el pésame por la reciente muerte de su padre. No había mucha gente en el bar: las típicas partidas de cuatrola y poco más. Breves saludos con nuestras buenas amigas Ana Josefa y Montaña (siempre con un guiño y una sonrisa para ofrecerte), y con mi primo Pedro y Angelita. El cansancio, al menos en mi caso, era ya patente y decidimos enfilar regreso a casa.
fotografía: Rafael Martín



Allí se presentó Pedro Pino hijo y mi prima y acabamos de rematar la faena con unos vasos de vino de Miajadas y los pajaritos fritos del hogar del Pensionista que me supieron a gloria bendita. No era ni medianoche cuando el que esto escribe soñaba ya con esas cosas inconcretas y absurdas que sueñan los árboles caídos. Como si, envuelto en extrañas canciones nacidas de las ninfas del río, me hubiera visto atrapado en tan pocas horas en un ignoto viaje al fondo de un pueblo dormido, donde nacen las raíces de un pueblo encantado, tocado por una varita mágica que llevo cada día más clavado en mi corazón Fue un sueño, eso sí, reparador que me presentó en plena forma y tocando diana al pelotón a las siete de la mañana del día siguiente. Supongo que, desde ese día, algunos se pensarán seriamente eso de compartir ruta con un cantante como yo. En fin, ya buscaré a otros.... Con niebla salimos de Madrid y con niebla salimos de Alcollarín. En el cruce, unos cafés de rigor, unos saludos a dos aceituneros altivos que, dicen, iban a cortar baretas y estaban cogiendo fuerzas porque la jornada se les presentaba larga y fría. ¡Juventud divino tesoro! Angelito y el hijo de Isidra.

Y Aquí acaba esta historia que espero no os haya aburrido mucho. Una de las miles que cada año se dan entre todos los que viven fuera de su pueblo y lo quieren, en la distancia, con la devoción del niño que espera sus regalos la mañana mágica de Reyes. Un abrazo queridos y sufridos amigos. FELICES FIESTAS TENGAIS.

viernes, 12 de diciembre de 2008

VIAJE AL FONDO DE UN PUEBLO

Hola amigos, este viaje que os ofrezco corresponde al que realicé junto a mi hermano y mi cuñada Eli el año pasado para entregar los sueños adquiridos durante casi un año al lugar al que deberían pertenecer y, más tarde, y estrellada noche de Agosto, hacerse sentir delante de sus legítimos inquilinos, para entregar nuestra obra de teatro "El Conde de Alcollarín" a la teniente de alcalde Loli Prados. Permitid pues que me haya recreado en todo lo sucedido en el mismo, por la carga emocional con el que nos embarcamos aquella mañana de niebla, habiendo estado casi toda la noche en mi casa de Madrid efectuando los últimos retoques y correcciones y sin apenas dormir.







VIAJE AL FONDO DE UN PUEBLO (EPISODIO PRIMERO)



Salimos con niebla de Madrid del viernes siete (aunque por el aspecto tétrico de las cosas y siluetas inconcretas parecía más bien un fragmento de la película Viernes 13) y llegamos con niebla a la comarca de los Ibores. Parecía como si todas las lomas, las montañas encrespadas, al fondo, antes de llegar a Guadalupe, estuvieran jadeantes después de alguna extraña gran carrera. Los pedazos de bruma deshilachados intentando apagar la amalgama de colores de las hojas moribundas de los árboles y el solo asomando la cabeza aquí y allá, muy perezoso, para enseñarnos las tripas reverdecidas y exultantes de los barbechos. Un espectáculo para cualquier viajero desprevenido. Sin duda.




Cuando llegamos a Guadalupe, nos sorprendió el bullicio de gente, deambulando por todas sus callejuelas como hormigas despistadas, comprando aquí y allá y realizando fotos con la cámara del revés, a ningún sitio, embotados por la soberbia presencia del portalón , las torres del Monasterio y sus muros desgastados a causa del ir y venir de los vientos y de la desgana de algunos... Como siempre, un problema el poder aparcar. Pero el mochuelo que, yo creo está tocado por los dioses urbanos (alguien debería ponerles urgentemente nombre), me guió y....¡Voilà! Justo al lado de la entrada de la hospedería. ¡Manda....hu! que diría el gran hermano del abogado choricín. Mientras el ave nocturna realizaba las pertinentes operaciones de estacionamiento (que hay que tener el título de piloto de vuelo para meter un coche en cinco metros cuadrados y esto que sí que manda hu...s), yo me personé como un poseso hambriento (Hay que ver lo poco que me duran los efectos del desayuno en el estómago) en el recibidor de la Hospedería para reservar mesa:


- ¡No hay mesa! - Muy amable el caballero recepcionista. Muy dicharachero.


- ¿Y eso? - Yo creo que el citado yentelman escuchaba el ruido de mis tripas y jugaba con la ventaja del jugador tramposo.

- Porque está lleno.- Respuesta rotunda, cargada de cierta profundidad espiritual.

- Pero, (por amor de Dios, buen hombre, pensaba yo, evitando que el contrario descubriera mis pensamientos). Si a las cuatro también nos vale.

- No hay mesa.

- Bueno, pues comeremos en otro sitio. Qué le vamos a hacer... – Inesperadamente el rival reacciona, me mira de soslayo, y coge el libro.
- ¿Para cuántos será la cosa? – Mis tripas se dan toda una fiesta, alborozadas.

- Para tres. – Aunque yo para mis adentros pensaba que para cinco, porque mi hermano y yo comemos por dos.
- Hecho. A las tres y media.


- Gracias buen hombre. – Y , sin ni siquiera esperar un adiós gracias, no fuera que se arrepintiera, tomé las de Villadiego tropezando con todos los bártulos y demás personal que se cruzaban en mi camino a modo de maulas colocadas allí a propósito por el señor yentelman. Porque eran ellos los que se cruzaban y no yo, faltaría más. A la salida, mi hermano, se extrañó de mi tardanza; pero yo le calmé explicándole con solvencia las bondades del servicio en las zonas turísticas de Extremadura y mi poder de persuasión, como buen encantador de serpientes que soy. Acto seguido, entramos en el monasterio para ver a la virgen, rezar un poco (no mucho porque ya no me sé ni el padrenuestro nuevo. Me hago siempre un lío en lo de perdonad a los que nos ofenden, porque antes decíamos perdonad a nuestros deudores que sonaba más liberal y de este mundo, el de las deudas claro está. Ahora es todo más fino y sutil, en fin), y pedir a Nuestra Señora de Guadalupe por la salud de todos nuestros familiares y amigos y porque los humanos seamos capaces de encontrar la fuerza de la razón y no lo contrario. Cuando sales del monasterio, no sé si a vosotros os pasa, pero sientes un alivio difícil de explicar, una sensación de haber cumplido una función vital, como si te encontraras, de repente, lleno y reconfortado. No sé, igual son imaginaciones mías.... Pero en este estado de paz y de regocijo espiritual es cuando una buena morcilla o bacalao con un buen vaso de vino de Cañamero o una cerveza, entran en el cuerpo con contundencia, sin protocolos innecesarios y también lo inflan y reconfortan. Y eso fue lo que hicimos Eli, Pruden y el que esto narra. De allí y, previa obligada compra de vinillos, quesos y demás galguerías, nos dirigimos a dar cuenta de un buen asado de cordero acompañado de una ensalada y un vino de Jaloco de reserva(sin desear que estas líneas signifiquen dogma de fe, no he comido en ningún lugar del mundo, ensaladas como las extremeñas. Tan sencillas pero con el colorido y sabor de los tomates, lechugas, cebolla y lo demás elementos de su excelente huerta que las componen). Casi estaba más rica la ensalada que el cordero. O sea que, como observáis queridos amigos, no se puede decir que nos pudiera llevar el viento. Además, como fue mi señor hermano el que se rascó el bolsillo, que yo creo que como es del olivar del conde se le debe haber pegado algo o tener influencias de nuestro amigo el conde, pues el yantar me supo a gloria bendita. Así fue como las cuatro curvas hasta llegar a Cañamero las hicimos rectas y nos colocamos en la Ciudad del tango en un pispás, sin niebla y con un sol macilento que invitaba a quedarse en casa al calor de un buen brasero, un vino de la tierra y una buena conversación, o un buen silencio.

jueves, 4 de diciembre de 2008

ALLEGRO. VIAJE A LA NAVIDAD

(¡Que se pueda decir esto con razón de nosotros, de todos nosotros! Y también, como el pequeño Tim decía, ¡Qué Dios nos bendiga y a cada uno de nosotros! Final de "Cuento de Navidad" de Charles Dickens")








Soy un loro. Un resignado loro parlanchín que cada vez repite menos, porque las fuentes de repetición se manchan de mácula de alquitrán y ladrillo y porque los loros también padecemos del gañote cuando quedamos a los caprichos víricos de la intemperie, y no sabemos ponernos la bufanda de cuadros de Miguel Bosé ni el pantalón de rombos de Torrebruno.(como actor era malo, muy malo, como los hermanos mala sombra, o los Dalton - más numerosos y estúpidos -) Pero en las Minas de abajo el aire de la Sierra del Puerto, untado de los perfumes encantados del océano tantas veces descubierto, se incrusta en mi cuerpo a modo de cuatrocientos once mil doscientos ocho puñales recién afilados. Soy un loro y, en este momento, embravecido o asustado por la agresión – más bien lo último – parezco una avutarda en busca del arca perdida del pienso del Gorrión, tal es mi estado de bola de plumas en la que me he transformado. Aquí descanso de las infinitas causas banales que me bañan a modo de chubasco, día tras día, sin llegar, pobre de mí, a desprenderme de ellas. Luchando en mi quietud de animal artrítico contra todos los demonios que pueblan mi mente y mi alma, contra mi voldemort particular. Pero en Extremadura hay un cielo de un añil diferente, existe un manto que ningún pintor, ni el más avispado Zurbarán, pudo pintar. Porque se trata del color que inventaron cuatro dioses extraviados: el del orgullo, el de la pasión, el de la búsqueda de lo ignoto y el de la valentía…. Soy un loro que descansa y veo el transcurrir de la vida sin extrasístoles ni firingoncias absurdas del que, creyéndose dueño y señor de sus vecinos y amigos, trata de agitar sus brazos al aire intentado arrogarse la función de mesías indulgente.

fotografía: Rafael Martín

El chaparro es sabio, pero en mucho le supera su madre encina cuando se conjunta con las fuerzas del universo de la dehesa, del silencio de nuestros campos casi desiertos. Sin embargo, no he venido a esta encina a hablar de las penurias de mi cuerpo y de las tierras que me dieron la vida y conformaron los tintes de mis plumas, ni de todos los vuelos que realicé, rasantes y troposféricos (¡Somulo con el loro!) por los cielos de este mi país. Los proscritos de la naturaleza, los que pasan frío en mitad del barbecho, los sin techo en este otro lado, poco protestan. Ellos no ven la televisión ni escuchan la radios y sus chascarrillos. Ellos pasan hambre cuando hay engorde de ganado y frío en las noches de helada cuando, sin embargo, existe la calefacción en los campos de hierba del “fumbol”. De “ la verea el lomo” vienen confundidos por el viento, unas canciones. Son villancicos. Voces de chavales embutidos en las bufandas y consejos de sus madres:

Luces en el pesebre

Luces en su rostro

En el lienzo de Dios

Entre pastores y desiertos

Entre pugnas y anhelos ciertos

¡Ha nacido Dios en cada pueblo!

Desde esta estación veo la pausa de las cosas en Alcollarín. Los coches lentos como caracoles que parecen arrastrarse por la carretera hasta llegar al alto de Zorita mientras los habitantes de la “gran ciudad” que se dejan caer por estos parajes, se pegan a ellos como orugas de la “procesionaria”. La lentitud de la sabiduría, de las causas que nacen en la naturaleza, nunca se amilana delante de la explosión de luces, de sonidos estridentes y de vientos artificiales que nacen en la gomorra particular de las celdas de los panales de humanos con aguijón que habitan en los alrededores de las ciudades. Pero ellos son guardianes del ogro baboso, barbudo y oloroso que mora en la Capital. Y no hay ruidos reconocibles. Y las barbas del ogro ahogan nuestros deseos porque mojan la ilusión, las costumbres ancestrales y la pasión. Desde esta estación, aquí aparcado, oigo los cencerros de la “birria” apretujada junto a la charca de las minas de arriba, oliéndose sus propias entrañas, respirando su futuro y buscando la nota afinada de la Nada. Allí, junto a esas ovejas desalmadas, junto a esa añoranza del cordero de Dios, de las velocidades entrópicas, me parece observar la escena de los gitanos, de una familia adornada de sombreros, vestidos multicolores y exagerados y de ademanes de otro mundo. Es una boda gitana. Un cántaro de barro lanzado al aire. Un silencio. Una explosión en cientos de añicos de la esperanza en lo intacto, en lo inexplorado. Un júbilo repentino, después de esas miradas de tensión, la mirada del padre gitano que escruta la virginidad de su hija, como si fuera la de él mismo. Demasiada algarabía. Todo es desmesurado en esa celebración. En esa boda de gitanos. El cántaro que se rompe y se componen las vidas como por arte de magia. Allí veo los cánticos provenientes de aquella fiesta, entre la charca donde ahora vaga el rebaño. El rebaño que me mira desde su quietud.

Y en las gentes de bien

Luces en los ocasos

tinieblas en el sol,

Ascuas en el invierno

para ofrecerte todo mi amor.

Hace frío. El hielo incrustado en mis pulmones de loro centenario. De aquel que ha vivido tantos sucesos y no recuerda ninguno. Las luces se encienden y se apagan. Pero cuando vuelo por encima de la niebla me parece estar navegando en mi barca de hojas de higuera flotando encima de las hojas de las casas que emanan amor y querencias. Llego al bar de la Fe. Falta Manolo, mi amigo. Pero está presente y me parece observar entre el letargo que atenaza mis plumas y mis pensamientos una presencia , una mirada repleta de ironía, un guiño que se pierde entre los ángulos de la antigua discoteca. Millones de cuerpos sin cuerpo, de seres agitándose entre la oscuridad de la noche estrellada. Algunos amigos, muy nuevos, que ya se fueron, que ya nos dejaron sin siquiera decir adiós. Digo adiós con mi ala, como si también estuviera diciendo hasta la vista a un pasado, a un tiempo que nunca volverá y que quedará anclado en mis recuerdos de adolescente, como si el recuerdo de aquella época fuera más luminoso que el actual y nada de lo que nos ocurre pudiera equiparase a esa situación. Pero la brisa de la noche de Agosto calma las resacas del alma, y el cielo acribillado de balas de fuego te succiona y te transporta a las dimensiones de la calma y el dibujo. La brisa, la noche, la calma y el fuego no son de este mundo. Los pájaros no bebemos ponzoñas alcohólicas. El alcohol debe ser puro igual que el agua de Jarandilla. En la barra del bar me encontré a la Fe. Es cierto que los pájaros rara vez saludamos a las personas, es decir, nunca o casi nunca. Pero la Fe es patrimonio de un pueblo. Se trata la mujer de las dos mil sonrisas que, a pesar de su tristeza, de su luto perenne, siempre nos regaló desde niños su mejor mejilla, su mejor palabra. Su mejor atención. La hice un guiño de loro y ella me respondió con otro. Y me habló y yo la hablé como solo hablan los loros. Torpemente.

Después del saludo me quedé en la puerta. Aquellos dos tipos que bebían copas como descosidos no merecían mi confianza. La Fe entendió mi postura y nada me reprochó. Al fin y al cabo desde la puerta podía contagiarme sin ningún problema del calor que emanaba la estufa de picón. Aquellos dos hombres no me acababan de convencer. Uno era alto, enjuto y enfundado en un raído y desfasado traje negro. Como si fuera de luto o el propio muerto recién resucitado. La caspa le rezumaba hasta las cejas, hasta el bigote negro y desaliñado. Su acompañante era su antítesis física. Rechoncho, calvo, cabezón, barrigón, pero cuya barriga afilada afefctaba un aspecto que, finalmente, se presentaba en forma de piernas delgaduchas y brazos enclenques. La cara roja surcadas por cientos de venas del que bebió más de lo que pudo su cuerpo enjugar. Del que bebió su vida y no recibió la contrapartida añorada… - ¿Has visto a esa muchacha tumbada en el arcén?
- ¿Dónde, amigo?
- En el arcén, en las minas de arriba...- Afirmó el hombre alto vestido de negro.
- ¿Dónde se juntas todos los aires del mundo? .- contestó sin mucho entusiasmo el obeso.-
- ¿Qué le ha pasado a esa muchacha, amigo?- El hombre enjuto bebió un trago de vino. Carraspeó. Mira hacia donde yo me encontraba empapado en humedad y frío. Miró hacia la Fe.
- Mucho y nada.
- ¿Qué quieres decir. Ha muerto?
- Si. Murió. El coche se dio a la fuga como ocurre en tantos otros accidentes. Camino de zorita, sin mirar atrás, sin reflexionar sobre el futuro que le esperaba a la muchacha. A esa moza que asomaba por primera vez a la vida.
- ¿Murió?
- Si. Murió.
- ¿Y nadie la socorrió?
- Los caminos están vacíos estos días de invierno. Mucha gente hace la vista gorda…
- Yo nunca miraría para otro lado.
- Tú. Amigo mío, serías el primero. El primero en mirar para otro lado. El primero en decir…, ¡Corre, espabila, esta historia no va con nosotros! ¡Corre! - ¡Mentira! – El hombre ancho enteco se retorcía nervioso. Yo me escondí para que no me involucraran en su historia. Nunca me gustó el sabor de la muerte que vence a la vida.
- Todo está dicho. Nos vamos . ¿Cuánto se debe? – Pagaron y se perdieron los dos camino del Alto, sin mirar hacia atrás, discutiendo sin parar, como posesos. Y sus sombras se difuminaron entre Zorita y Alcollarín. Y yo volé hasta colocarme en la charca de las minas de arriba, entre las ovejas. Sin que me escucharan.

- ¿Quién tuvo la culpa? – Insistió el desconocido casposo como si se hubiera desatado una tormenta de nieve encima de su cuerpo.

- La culpa la tuvo el que miró y no vió.

- ¿Quién tuvo la culpa?

- El que la atropelló, la mutiló, quebró su voz para siempre, hirió su música humilde y aniquiló el motivo de su existencia,

- ¿Quién tuvo la culpa, amigo? .- Los ojos del sucedáneo de Tip se encolerizaban por momentos.

- Nunca fuí tu amigo, ¿Porqué insistes en llamarme así una y otra vez? Nunca seeré de tu cuerda. La culpa, amigo mío, fue del coche que conducía con aquella rapidez y se saltaba las curvas y rechinaban las ruedas.

- ¿Quién tuvo la culpa amigo? .- Verdaderamente cualquiera hubiera pensado que se trataba de algún pariente mío, repetidor como yo, en vez de la reencarnación viva de Alonso Quijano.

- Tú, tú tuviste la culpa.- Respondió con solemnidad el encantador de morcillas de vientre.Y yo decidí volar más alto, como solo alguna vez lo hice. Volando a mil pies de altura, por encima de la niebla, y aleteando por encima de los sentimientos me dirigí a mi encina en mitad de la dehesa. "Allegro ma non troppo" hacia mi domicilio con vater y calefacción. Y dije adiós a la Fe y a mis amigos de siempre. Y dije adiós a la Navidad, a la cual, también, consideraba mi compañera y se me transformó, como por arte de magia, en la chica atropellada y ultrajada en el alto de Zorita por dos desconocidos espectros que siguen habitando, apareciendo y desapareciendo a su antojo, en las solitarias carreteras de nuestros pueblos cansados.