domingo, 15 de febrero de 2009

Cinco fotos enamoradas, cuatro.

Queridos y sufridos amigos. Os ofrezco estas fotos realizadas por un ser del que ya he hablado en una antigua entrada. Se trata de Rafael Martín, un explorador de lo que ofrece la naturaleza y de lo que, raramente, llegan a distinguir los ojos de un profano. Una rara avis, una persona volcada con todo aquello que se despereza en silencio a nuestro alrededor sin, que muchas veces, nos apercibamos de ello. Nuestro desconocida amiga Naturaleza. Una hombre al que quiero desde que era un tierno bebé y todos cariñosamente le llamábamos Rafaelín.
Rafa, he manchado tus fotos, a modo de leche en el café, con versos que escribí no sé cuando, ni sé cómo. Solo sé que los he encontrado en olvidados cofres de cuando uno todavía se peinaba con raya enmedio y espero que no desvirtúen el viaje. "homo servum divitiarum est".

Y el vuelo de las sombras,
el vuelo es flácido,
como el agua
y el barro
y el olvido
Otoño pausado, lento
Me duelen las ideas
y zozobran como un velero perdido
en la lejanía de las quimeras...

Ladra el perro
ladran todos los ángulos del engaño
De mi lejano hogar. Tan cercano
de mi pausado desvivir...
Grita el campo dos sonetos
de versos ensimismados.


Sueño que eres sueño de un viento
de un solano de una tarde de verano
acurrucados en el parque de siempre
junto al álamo y las palomas de siempre
sueño muchas veces ese sueño. Demasiadas
ese beso arrancado como un furtivo
ese último café en el bar de tu barrio
rodeados de una legión de amigos aplaudiendo
coreando como un himno nuestros errores
y el recuerdo infame de la nada
de tus palabras disfrazadas de poesía...



Cenizas, lodo y plomo
lenguas lascivas de tabernas
donde huele a hombre
donde el vino de pitarra
arranca un saludo
una plática que no es de este mundo
un abrazo, un recuerdo
que nadie podrá apagar
porque el fuego de estos pueblos
de estas jaulas vacías
de estos canchos heridos por el viento
solo se apagan con versos
con besos y con sueños de otro tiempo...




domingo, 1 de febrero de 2009

CUANDO LLUEVE...




(Dedico este pequeño viaje, a todas las personas que sufren el maltrato físico y el sicológico, éste último, sin duda, el mayor de los enemigos con los que tenemos que enfrentarnos hoy en día.
Esta historia ocurrió un día de lluvia, un día de felicidad para el inmenso silencio de lo cotidiano. El que todo lo borra y omite. Ocurrió y seguirá ocurriendo mientras las personas sigamos mirando para otro lado o escondiéndonos, de la misma forma que hacía este loro, en el calor egoísta de cualquier mentira. Un abrazo para todos.)















Soy un loro. Un estúpido loro harto de migas y pipas subvencionadas por la UE. Soy un loro de vuelo torpe a causa del exceso de bagaje culinario en mis envejecidas entrañas. Los loros siempre comemos lo que comen los demás y repetimos lo que dicen los humanos, con una reiteración que roza la imbecilidad....


El otro día descansaba en el ramaje del centenario álamo de un colegio de la gran ciudad. Llovía a mares desde hacía varios días, como una suerte de anticipo del denostado diluvio universal. Los diluvios son necesarios porque limpian la atmósfera de virus, bacterias y contribuyen a la selección natural. Solo las absurdas especies más torpes, hurañas y oportunistas suelen sobrevivir a estos fenómenos. A la salida del colegio pude comprobar la enorme capacidad de amar y sonreír que tienen mis imitados humanos y, eso, a pesar de la larga lista de preocupaciones cotidianas que les acechan; ya sean letras de la hipoteca, gastos generales de la casa, del colegio, de la alimentación, del combustible sobreinflacionado de, a duras penas, llegar a final de mes, de las caprichosas y, muchas veces mortales, enfermedades que les acosan.... Y a pesar de todos estos lamentables lastres, abrazaban a sus hijos, les besaban, les llenaban de lisonjas, de preguntas y sonrisas sinceras como soles. Todavía podían amar venciendo cualquier duda o sombra que les rodeara. Eso siempre me llamó la atención en mis adorables amigos y vecinos.


Pero en aquel colegio había una niña que permanecía estática sobre el improvisado rellano de la entrada. Mirando nerviosa a todos lados, como buscando aquellos besos y arrumacos que, de momento, solo estaban destinados a sus compañeros de clase. Su físico era poco favorecido, cabellos embarullados, gafas de otra época para tapar sus estrábicos ojos, el rostro hinchado a causa, quizás, de los muchos llantos acumulados a lo largo de su corta vida. Pero a mi me parecía bella. La belleza agreste que aún se descubre cuando se mira desde muy cerca. Continuaba nerviosa envuelta en aquella triste y agotada expresión y yo la observaba a ella desde mi árbol con más melancolía todavía por la circunstancia de no poder ser divisado. Allí no venía nadie a recogerla y el resto de compañeros ya habían desaparecido de la mano de sus ilusionados padres endeudados. Al fin, cuando ya solo llegaban ecos lejanos de otros colegios, de los coches intentando despistar los infinitos charcos del asfalto, de las músicas de fragancias de las cocinas de las casas, que me hacían desmayar cuando intentaba escucharlas a través de mis diminutos orificios nasales; al fin, llegó la que parecía su madre con un bebé de la otra mano y la expresión estampada en su rostro de la que ya lo ha perdido todo sin siquiera haber jugado ningún número en la lotería de la vida. Mi amiga pareció emitir un guiño de satisfacción que, apenas, duró unos segundos, y bajó corriendo las escaleras del colegio para lanzarse al regazo de su mamá. Aun, a sabiendas, de que se iba a poner como una sopa. La mujer no la besó y dio la vuelta para volver sobre sus pasos, por donde había llegado envuelta en tanta preocupación, con la niña a su lado sin ofrecerle, siquiera, el calor o el frío de su mano de adulta, de su mano de sabiduría . Y la niña la acompañó ni muy cerca ni muy lejos, apocada, silenciosa, con la cabecita ligeramente gacha, hasta perderse en la lejanía de las cosas que rodean la existencia de las personas. Y yo, desde mi álamo prestado, la envié un guiño de pájaro cómplice cuando ella torció su cabeza para descubrir mi vulgar escondite de pajarraco de vuelta de todo, y acabó mostrándome con la honestidad e inocencia que se rellenan las auras de todos los niños, la blancura de lo que me pareció una postrera sonrisa. Los loros no lloramos, pero solemos manifestar nuestra templanza o nuestros problemas removiendo y ahuecando nuestro plumaje. Así lo hice. He decidido, desde ese lluvioso día, no volver a la gran ciudad. En esos días grises y húmedos lo que parece luz, progreso y espontánea felicidad, se transforma en sombras y desconfianzas. En esos días, parece como si el agua, a modo de tul de las sensaciones de los humanos, nos enseña la enorme distancia que existe entre la sonrisa sincera de un agobiado y el desprecio del muerto que vive. La distancia que existe entre el compromiso material del que todos son esclavos y el compromiso moral del que, tan solo, unos pocos se alimentan. Ahora descanso en mi encina de la dehesa de la boticaria y escucho otro tipo de compromisos, los que llevo cien años oyendo sin que hayan variado un ápice. Y siempre guardo en un rinconcito de mi extraviada memoria un recuerdo para aquel último cruce de complicidad, entre un viejo pájaro loco y la niña que luchará contra la muerte viva de su madre y de su padre maltratador cada segundo y cada día de su vida, para huir con toda su furia del prematuro ataúd instalado en su hogar... Y la observo como se pierde en la lejanía empapada en lluvia, desprotegida pero henchida de fuerza para vencer la siguiente batalla. Y los adulterados charcos de agua, mugre y aceite se me figuran un enorme océano. Y lloro. Pero los loros no lloramos, solo repetimos lo que dicen los demás.